Sin presunción alguna

Bienvenido seas, cibernauta, pasa y lee, que aunque sea sólo un resquicio de mis letras, inolvidables te parezcan.

jueves, 2 de junio de 2022

Se va, ya se va, se fue...

Yo sé que para algunos es la caja idiotizante; para otros, una reliquia tecnológica, pero para mí fue el inicio de los objetos que podía adquirir con mis primeros ahorros.

Mi primera televisión con VHS, alarma y radio incluido.

Cursaba el que debió ser mi último año universitario cuando cual gotita en fuga de un lavamanos, mi vecino insistía e insistía comprara un televisor que llenase de ruidos mis fines de semana en aquel pedazo de cielo donde vivíamos, pues él en meses se mudaría más al sur de la ciudad y le angustiaba abandonarme sólo entre mis libros y mis cds y casettes. Y no, era imperdonable para él yo no tuviese una cajita de ésas que "tan sólo hagan ruido en tus días de soledad".

Y llegó a mi vida un sábado en la tarde, tras una vuelta a la Plaza Meave, y entre otras la vi asomarse: pequeña, coqueta y aderezada de bellos complementos. 

Me enamoré de sus 14 pulgadas a color, con su reproductor y grabadora VHS; y como plus perfecto: receptora de radio FM y con reloj-alarma-despertador programable.

Una ganga de 2,500 pesos que me costo reunir tras vaciar mis ahorros, la espera de otras tres quincenas y sobrevivir con latas de atún como menú principal diario.

Nos hicimos compañeras de silencios, me vio llorar, me vio reír. Me hizo soñar y me hizo también sufrir. 

Su pantalla conoció (reflejó) a mis amigos, a mis amores, a mi familia y a su amante nocturna.

De sus funciones amé grabar y sobregrabar cuanto capítulo como buena Xenite no debía perderme, pero cual asquerosa responsable me iba a cumplir mi jornada laboral. 

También amaba reproducir esas cintas deseadas que logré conseguir, rentar, comprar o cambiar en el tianguis del Chopo o por la Facu de Filosofía y Letras de CU.

Escuché desde su bocinita las estaciones citadinas llenas de rock o jazz de aquel noctámbulo DF; y en esta ciudad porteña, a la única estación con programación cercana a lo que mis oídos aprecian.

Poco más de 22 años me perteneció, nos pertenecimos. Y al apagón analógico quisimos sobrevivir, hasta que fue quedándose en el olvido, pero no podía decirle adiós. No se puede decir adiós a un objeto que me acompañó en el desvelo, veló mis sueños o motivó despertares. 

O por los recuerdos que creé en su entorno al encenderla: las noches/cena con mi nuevo y adorable vecino y Los Simpson de fondo; los despertares en sábado tras las noches de antro y La bruja desastroza acompañando nuestros cafés sin azúcar y las rebanadas de pan con mantequilla y mermelada de fresa.

O el mismo documental sobre el Hombre del Neandertal que extrañamente transmitían siempre que se dieron aquellos esporádicos domingos mañaneros de holgazanería compartida con mi mejor amiga.

O la mayoría de días que tan sólo la encendía para captar cualquier canal o estación que engañaba mi mente con risas y voces, con ruido lejano que aplacaba esa sensación de soledad... sí, razón tenía mi insistente ex vecino.

Mi pequeña, mi coqueta y multifuncional televisión: te di las gracias y te dije adiós. Inicia tu segunda mano, o tu reciclaje, u otros años más de abandono, no lo sé. Y dolía, dolía saber que no cumplí una promesa arraigada en mi mente por la miseria vivida: “siempre que compres algo, que dure para toda la vida”. Sin embargo, aunque difícil es, siempre termino por comprenderlo: debo dejarte ir, aunque duela, pues tú sí duraste toda tu “vida” en mi vida, y por ser la primera, acompañaste cientos de experiencias, ahora recuerdos que perduran en mi memoria hasta que también ya no me funcione... 

Por eso, la dejé ir y se la llevaron, y le digo adiós y le dije gracias como en su momento a aquel refri semiautomático de 7 pies, a esa inmensa cama individual y a ese micro, muy micro, microondas.